Eduardo Muela, quien fue cocinero durante muchos años, también mantiene viva la tradición de la alfarería.

La de Eduardo Muela es la curiosa historia de uno de los pocos cocineros que hubieran sido capaces de fabricarse su propia vajilla. Tras pasar muchos años al frente de los fogones del Monasterio de Piedra, ahora ya jubilado, Muela es uno de los pocos alfareros tradicionales que, por desgracia, quedan en la provincia. Del horno de cocinar al horno de cocer sus piezas, su vida se ha movido entre estos dos mundos en los que la temperatura se convierte en elemento transformador.

En la localidad zaragozana de Alhama de Aragón está ubicado su taller, heredado de su padre y antes de su abuelo. “El origen de la alfarería en Alhama está en mi abuelo, que se instala en esta localidad y monta su horno en 1980. Mi padre siguió con la tradición y yo soy la tercera generación”, explica. Y si quedan pocos alfareros en Aragón, todavía serán menos los que cuezan sus piezas en un horno como el que nos enseña Muela, el mismo que usaba su abuelo. “Es de tipo árabe, con una bóveda y alimentado con leña. Alcanza casi los 1.000 grados y según la carga que tenga el horno las piezas pueden estar cociendo entre 10 y 12 horas”, asegura el alfarero, que ve con tristeza cómo este oficio se queda sin futuro: “Hay escuelas que todavía forman a jóvenes, pero aún así la alfarería tradicional está desapareciendo”.

A la falta de relevo generacional se unen los cambios en los hábitos de consumo, ya que las vajillas tradicionales de arcilla han quedado relegadas a un uso casi residual en el día a día. “Mi abuelo hacía la vajilla tradicional que por aquel entonces se usaba en todas las casas: pucheros, cazuelas, cuencos, botijos… Mi padre se modernizó y empezó a hacer otras cosas, como juegos de café. Y además de eso hemos hecho todo tipo de piezas, como cántaros, macetas…”, indica el alfarero, quien asegura que hay muchas piezas con el sello de Muela Alhama repartidas por diferentes puntos de Aragón y de España: “Mi abuelo se hizo un cuño y casi todas las piezas iban con su marca, el primero por su apellido y el segundo porque era tradición que también llevaran el nombre del lugar de fabricación”.

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